La muerte de Luis XIV

LA MUERTE DE LUIS XIV

Director: Albert Serra

Guion: Albert Serra y Thierry Lounas

Fotografía: Jonathan Ricquebourg

Reparto: Jean-Pierre Léaud. Patrick d´ Assumçao, Marc Susini, Bernard Belin, Irène Silvagni. País: España, Francia y Portugal. Duración: 115 minutos. Año: 2016.

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Ese dulce olor a final

Albert Serra es el cineasta más peculiar del momento en lo que respecta al panorama español. El director de Bañolas se enfrenta de un modo bastante particular a sus historias. Sus temáticas entroncan con una persona del siglo XIX y eso lo hace fascinante. No todos sus títulos son igual de precisos, pero se trata de alguien muy alejado de lo que es el cine de autor tal y como se entiende. Sus propósitos no son semejantes a los de ningún cineasta de este país.

En esta ocasión, La muerte de Luis XIV tiene su origen en una performance encargada por el Pompidou de París. Por temas presupuestarios, el proyecto no pudo llevarse a cabo y fueron las imágenes las que terminaron ganando la batalla. Hay que tener muy claro lo que se desea hacer cuando uno se aventura en una propuesta de tan magna envergadura. Se podrían encontrar algunas reminiscencias de su cine en títulos de Manoel de Oliveira pero, más concretamente, en la figura de Peter Greenaway, sobre todo en su estupenda La ronda de noche (2007), donde puede apreciarse algún eco más reconocible. Hay cierta sincronía estética en aspectos de la iluminación, pero en ningún caso puede hablarse de una temática formal en ambos casos. La recreación de un momento determinado es una sincronía muy efectiva en lo que al desarrollo estructural se refiere.

Serra filma la muerte en vida. No lo hace con un dramatismo tedioso, ni recurre al melodrama de ese tránsito final. Serra se muestra paciente y consigue desdramatizar la agonía. El rostro de la muerte, la agonía desvelada a través de la atenta mirada del séquito. Todo el proceso, sin embargo, no está envuelto en la asfixia. Serra combina todos los elementos que forman a la persona, incluido su deseo de ir a la capilla o asistir a la reunión de ministros. Incluso le muestra en negociaciones, interesado en esa grandeza estética en la que tanto invirtió. También son objeto de sus preguntas al doctor las partes íntimas de una dama de la corte. Y todo ello sin olvidar ese caminar de la muerte que se ha instalado para ir tomando mejor posición.

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La progresión de la misma se instala en esa mirada ya sin fondo, en esa añoranza por esa vida que se va. Pero no hay un amor a la misma, es ser consciente de que hasta lo absoluto cae. Para una película tan sutil en su desarrollo, resultaba determinante que todo el peso de la figura del monarca recayese en un actor que supiese enfrentarse a la aterradora mirada de una cámara que filma su agonía. A su vez, nada podía ser muy abrumador en sus gestos, tan solo el lujo que rodeaba su lecho fúnebre. Que Jean-Pierre Léaud sea el elegido es un elemento de fuerza incuestionable para el resultado final. En aquel proyecto iniciado por el Pompidou de París ya estaba el actor francés. Su implicación ha sido máxima. Actor que prefirió, sin duda alguna, la elección de la película en lugar de la representación bajo la atenta mirada de un público diario a lo largo de 15 días. La forma en la que logra ir dotando de poca vida a Luis XIV es un trabajo excelso. Sus movimientos, casi inexistentes, priman esa expresión que modela el plano y que consigue que este sea mejor. Este trabajo es la principal baza de la película de Serra.

Filmar con tres cámaras ha ayudado a que el actor realmente no sepa dónde está su foco de atención. Todo en él lo es. Hay una desubicación que es alentadora para el espectador a la hora de afrontar el trágico final. Es posible que otro actor menos preocupado por la situación de la cámara, no hubiera sacado tanto provecho de lo desconocido. ¿Cómo puede sentirse alguien ante algo inminente y que no tiene respuesta ni solución?  No hay severidad y se agradecen todos aquellos momentos más dispersos en los que la agudeza, el ingenio y el humor tienen una presencia notoria. Los aplausos cuando come el gran rey, su extraña alimentación, los diálogos entre los doctores. Serra vuelve a demostrar que es osado y no lo banaliza. Intenta retratar lo que pudieron ser esos días. La noche y su asfixia. La sed. Las pruebas. La pierna en una situación cada vez más penosa. El orgullo. El cariño en esa deliciosa secuencia en la que se enfrenta a sus perros, ni con su hijo pequeño se muestra tan dulce. Léaud no tiene mucho guion. Son sus gestos los que hacen su trabajo, pero las veces que habla, sí son precisas. Importa más el cómo que el qué.

Pese a una duración elevada y la ausencia de diálogos, todo transcurre con una parsimonia que hipnotiza. El tempo es siempre el correcto. No hay abuso de músicas ni de momentos que no aporten. Se filma al rey en su adiós. Lo grotesco y lo humano se dan la mano con firmeza en busca de ese desenlace. El séquito del rey nunca deja de resultar excesivo, pero esto a su vez es un aspecto cómico, uno más, de todo ese dramatismo que no abruma.

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La dirección de fotografía de Jonathan Ricquebourg es admirable y en absoluto pomposa. Todos los encuadres están muy cuidados y perfectamente razonados. La duración de los planos del rey jamás aburre, ese rostro que comunica tanto se alía con esa iluminación que parte desde una oscuridad que simula la falta de vida. El montaje siempre mantiene el envite que se propone y consigue que la película sea un artefacto perfectamente ensamblado. No es una película de acciones, pero no agota y en esto el principal artífice no es otro que Jean-Pierre Léaud.

La muerte de Luis XIV posee una radicalidad poética. Esta vez, Albert Serra ha conseguido realizar una película en la que las excentricidades de autor que se tolera, han estado perfectamente conseguidas. Su mejor título y lo más interesante es saber que lo siguiente, será completamente diferente.

IVÁN CERDÁN BERMÚDEZ

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