Los sonidos lastimeros fueron aumentando de intensidad poco a poco. Gemidos acongojados y ya incontrolables, me guiaron hasta la parte de atras de la libreria. Allí la descubrí llorando amargamente. Entonces me acerqué a ella poco a poco hasta que me senté a su lado y le pregunté por el motivo de tanta pena. Me dijo entre sollozos que sus padres le habían quitado sus cuentos y los habían arrojado a la lumbre delante de ella. Mientras el papel se convertía en motas calcinadas, ella imaginaba en las formas de su llameante estertor, todas las aventuras y personajes que contenían, con los que había viajado durante años a países lejanos y que tanto le habían enseñado. Cuando preguntó por qué habían hecho eso, la respuesta fue clara: «debes aprender a ser mujer. No puedes estar haciendo las camas o recogiendo la casa mientras te escapas cada minuto a pasar las páginas de tus libros porque te tienen atrapada con sus historias. Los cuentos de hadas no existen, y cuanto antes lo sepas, mejor para ti». Esto sumió a la pequeña en la más oscura de las pesadillas. Lo único que alimentaba su imaginación y le hacía soñar, se había reducido a cenizas. Yo le abracé y para consolarla le invité a pasar a la librería por la puerta delantera. El sonido de la campana de la puerta y los olores a madera de las estanterías y a libros, nuevos y viejos, pareció ejercer un efecto calmante. Una sonrisa se dibujó en su cara. El brillo de sus ojos le devolvió aquella alegría infantil y despreocupada que los niños deberian mantener el mayor tiempo posible. Fue directa a la silla que estaba situada entre la sección de cómics y la de novela. Escuchaba sus risitas desde el otro lado de la librería. Después de largo rato, me pidió volver cada día antes de hacer la compra para hacer la comida diaria, a ese «Trono de las Historias», como ella llamaba al rinconcito que ya había hecho suyo. Ese momento le hacía feliz, al menos por un instante cada día.