Sobre el arte de contemplar

La primera vez que cogí entre mis manos a Cioran, mi madre se asustó, pues no debió de considerar apropiado dejarme caer en brazos de este delicioso nihilista rumano, afincado en Francia, desde la cual nos dejó su (muy) pesimista visión del mundo. Sus aforismos y escritos embriagan con su constante reflexión sobre nuestra efímera existencia, que carece completamente de sentido desde su perspectiva, pero que es precisamente esto lo único que tiene sentido. Claro que entre tanta declaración concisa en tonos oscuros y sabores amargos, una corre el peligro de que leerlo se convierta en un placer decadente, que caminaría antitéticamente al lado de aquella imagen — siempre tan positiva— que intentamos vender a los amigos de cañas un viernes por la noche. Por suerte, me gusta el vino y tengo pocos amigos. No puedo contemplar una sonrisa sin leer en ella: «mírame por última vez», decía mi amigo Cioran. Pero, ¿cómo sabemos cuándo nos encontramos realmente en pleno acto de contemplación? Y, ¿qué significa realmente contemplar?

Deberíamos distinguir, quizás, humildemente, entre el acto de contemplación que realiza un artista y el de un mortal cualquiera. El artista ensimismado busca la belleza para poder plasmarla a través de su arte, mediante su cuadro, su poema o su música, para la perspectiva de morituri como noi, quienes necesitamos admirar mediante un filtro. O varios. ¿Pero es este acto uno de naturaleza altruista? Buscar la belleza para atraparla puede ser igual de egoísta que simplemente admirarla en su conjunto, capturada finalmente, para darles un homenaje hedonístico a nuestros sentidos. Al fin y al cabo, el artista desea en su interior que su «obra» sea contemplada, bañado en el mismo anhelo de buscar la aprobación que el resto de los plebeyos, el mismo en el que nos vemos volcados todos los días de nuestra efímera — y quizás miserable, diría Cioran— existencia. Lo queramos admitir de manera honesta o no, pero de forma consciente o inconsciente, estamos manchados del pecado del «qué dirán», ¿A quién intentan impresionar los artistas? ¿Y nosotros mismos?

Conversaba tan animadamente un día con un artista en un aeropuerto, durante el retraso de nuestro vuelo, uno de esos momentos propicios para charlar y conocer gente peculiar que te brinda la vida, que tienen ese efecto curioso de desinhibición en algunos, como si la voz firme en un acento británico impoluto que te está dando la mala noticia de que llegarás considerablemente más tarde de lo previsto te estuviese dando alas de embriaguez para que puedas, en definitiva, «matar el tiempo». De paso sea dicho, a modo paréntesis imaginario y descarado, nunca entenderé cómo hay hueco para el aburrimiento en nuestra ya de por sí anodina rutina. Mi artista espontáneo, que no tardó ni dos minutos en abordarme para quejarse de la compañía aérea y para preguntarme qué estoy leyendo, me confesó que siempre quiso pintar y tuvo su camino muy claro. «¡Qué afortunado, —le dije— pues debes de ser muy joven todavía!». Con sus veintidós años recién cumplidos, me confesó que el ser humano le parecía grotesco y que lo que más le pedía la gente que pintase era su retrato. De modo que en el momento en el que un pintor —probablemente con talento— está a nuestra disposición para dejarnos un recuerdo que desafíe descaradamente el paso del tiempo en nuestros respectivos salones, no se nos ocurre nada más bello para contemplar que nuestra propia cara. «Somos la viva encarnación de Narciso», se atrevió a concluir con cierta aversión el joven artista, cuyas conclusiones tan… tajantes en ocasiones dejaban entrever cierto pragmatismo demasiado pronunciado para otra joven como yo, ensimismada en su lectura decimonónica.

Puede que el acto de contemplar sea simplemente un acto egoísta, llevado a cabo como bonita vía de escape de nuestros propios pensamientos, sentimientos y recuerdos, albergando la esperanza de olvidar —aunque solo sea durante unos precisos instantes— todo aquello que queremos tapar, todas las cicatrices visibles e invisibles. Quizás contemplar, entendido como acto perfecto, fruto de la ingenuidad más vierge, se podría realizar en medio de una admiración alejada de cualquier lastre terrenal, en una especie de estado de trance. Quizás todo lo que admiramos a través de nuestra visión, involucrando paulatinamente los demás sentidos, es el resultado inevitable de una profunda necesidad de refugio. De hogar. Paradójicamente, necesitamos una idea lejana de hogar, basada en nuestro reflejo, cual Narcisos. Puede que el acto de contemplar se vaya adquiriendo con la voz de la experiencia. Puede que no nos venga dado y haya que luchar por él. Simplemente, puede que necesitemos hallar el significado de mirar, más allá de ver. Y puede que el arte sea nuestro mejor o único aliado, representado en distintas formas y lugares, bajo conceptos explicables o menos explicables, para ayudarnos a dar nuestros tímidos pasos para mirar. Para comprender. Comprender ya no es una experiencia en sí, es un destino final. Y quizás sea una experiencia terrible y maravillosa a la vez, tan característicamente humana, la de llevar la contemplación a un terreno narcisista de descubrimiento interior. De búsqueda del ser. Será que todas nuestras representaciones mentales grabadas en la memoria tienen una pizca de ese «yo», pero puede derivar en bellos aprendizajes que construyan pilares firmes de ideas, principios y valores. ¿Cuál es nuestro máximo fin, sino aquel de instruirnos? Noble intención, a pesar de todo…

Lo que sí tengo claro es que leer a Cioran te lleva a reflexiones interesantes, que parecen pasadas por un filtro pretencioso de sabiondo wannabe, envuelto en la era moderna. ¡Qué acto tan curioso aquel de contemplar esta era! ¿N’est-ce pas?

IOANA ARDELEAN

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