Anoche me quedé dormido leyendo el «Una proposición para corregir el mapa de utopía. De la Distopía a la Ecotopía», del libro Jardinosofía de Santiago Beruete (1). Opina que la sociedad ha creado múltiples lugares soñados a lo largo de la historia. Lugares a los que denominamos Utópicos. Utopía deriva del griego, οὐ («no») y τόπος («lugar») y significa literalmente «no-lugar». Éstos siempre han sido, de alguna manera, recónditos, inaccesibles, casi asequibles y casi reales. Así hemos pasado los siglos creando paraísos imaginarios o cultivando algunos reales (algunos no tan lejos) (2).
No es hasta el siglo XVIII cuando se invente la ucronía, ficciones ambientadas en futuros más o menos lejanos y basados en hechos históricos y científicos… la ciencia siempre cumpliendo sueños que la memoria no pudo imaginar…
Hasta ese siglo sólo imaginamos lugares que rozaban la perfección. En muchos casos búsquedas de sintonías pasadas entre el hombre y la naturaleza, una especie de ensoñación del pasado para un futuro mejor. De esta forma se crean los ideales de La Arcadia (3), La ciudad del Sol o La Nueva Atlántida.
Con esta idea me he despertado… Sólo a partir del siglo XIX y más especialmente en el XX derivado de la revolución industrial cuando como sociedad (poetas y artistas a la cabeza, una vez más) se deja usar la utopía como viaje anti frustraciones para dar prioridad a las distopías que comienzan, más que imaginar nuevos deseos, a prevenirnos de las catástrofes venideras. Dejamos de soñar con lugares serenos que nos transportaban al origen del Todo, al jardín del Edén, para mostrarnos algunos futuros a los que la técnica nos arrastraba, la técnica que conllevaba la destrucción.
Con la llegada de las máquinas algunos previeron que la vida no sería más cómoda, que de alguna manera se comenzaban a establecer reglas y horarios que nos atarían más a una vida ajena a cualquier ideal sensible. La distopía es por tanto más que pesimismo puro, un aviso del más allá, un mensaje del nosotros futuro. Y pienso en 1984 de George Orwell, publicada en 1949, Un mundo feliz de Aldous Huxley en 1932 o Metrópolis de Fritz Lang en 1927 (4).
Un siglo después nos vemos inmersos en unas dinámicas frenéticas donde las máquinas nos atrapan y nos hiperconectan en un devenir de falsa libertad, dicen muchos. Las máquinas aquellas que iban a facilitarnos las tareas y limpiarnos la casa, ya están aquí, pero no parece que hayan adoptado esas soñadas formas y bondades (5). Al mismo tiempo, sin querer ser muy catastrófico, vamos destruyendo el planeta. Inauguramos el año con la llegad de Trump y algunas de sus políticas sinsentido (6), Parece un año con pocas esperanzas para grandes acuerdos internacionales y algunos nuevos icebergs (7).
Todos estos pensamientos confluyeron el otro día caminando por mi barrio, Chamberí. Y encontrarme con carteles que avisaban de reuniones en contra del proyecto del corte en la calle Galileo (8). Un experimento urbano, que hereda algunas de las ideas de las «Supermanzanas» de Barcelona (9). Y consiste en cortar al tráfico un tramo de la calle, peatonalizarlo y obligar así a los vehículos a dar un rodeo y reducir la velocidad excesiva para un área residencial.
Y pienso en dos cosas. Que la falta de utopía nos mueve a seguir asociándonos con nuestros vecinos, mientra que las injusticias urbanas de hoy provocan nuevas asociaciones insospechadas. Y en que es posible, ahora que parece que entramos en la edad de las ciudades, que estemos volviendo a idealizar lo sencillo, unos bancos, unas plantas unos pocos menos de coches. Quizás unos aires acondicionados menos, quizás alguna ola menos de calor…
Gusto: Un caña muy fría
Imagen: Dibujos en el asfalto
Olor: A lavandería
Sonido: Timbre de bicicleta
Tacto: Bolardos al sol