Ivana se incorporó sobresaltada. En lo que duró ese giro de 90º ya había olvidado qué estaba soñando exactamente, pero la sensación de desazón permanecía en ella. Miró a su izquierda y buscó entre las sábanas el pelo color fuego de Malachi. Ya hacía más de dos meses que los dos se habían instalado en el pequeño apartamento de Townshend Street, en Dublín, pero Ivana aún no había conseguido dormir en condiciones ni un solo día, ni tampoco saber por qué no podía hacerlo. Todo iba sobre ruedas: la convivencia con Malachi era estupenda; Malachi era estupendo. Tal vez algo voraz con el Irish stew que se empeñaba en desayunar los sábados, pero por lo demás había significado para ella un
elemento crucial para poner en orden su caótica vida. ¿Por qué, entonces, le acechaba la nítida imagen de Bernard cada vez que despertaba en mitad de la noche? ¿Serían las sombras que se proyectaban en el blanco papel de la pared lo que le recordaban el fantasma de la nada que había significado su historia? Ivana se calzó las zapatillas (no soportaba plantar sus pies descalzos sobre la áspera moqueta) y caminó en la oscuridad hasta la cocina. No dio ninguna luz; los amarillentos rayos procedentes de las farolas se habían convertido en una buena compañía para un té de madrugada. Mientras el agua hervía en la kettle, Ivana apoyó la espalda en la encimera y se permitió por primera vez en muchos meses pensar en Bernard. El primer recuerdo que su cabeza escogió al azar fue el de su último abrazo y el poso de interrogantes que éste trajo consigo. Volvió a verse a sí misma cerrar la puerta del despacho de Bernard, y de nuevo sintió cómo algo hervía dentro de ella. Aún no había logrado comprender el porqué de esa frialdad, ni por qué nunca después hubo una llamada, un mensaje.
Ivana se incorporó y se sirvió el té. Ni siquiera le gustaba su sabor, pero le ayudaba a relajarse, a olvidar y a volver a conciliar el sueño. Quemaba. Sus papilas gustativas se lo echarían en cara durante un par de días, pensó, pero dio otro sorbo mientras un nuevo attrezzo adornaba un nuevo escenario en su cabeza. Ahí estaban Bernard y ella, riendo, charlando. Eran varias las botellas de cerveza vacías que había sobre la mesita del oscuro pub al que les gustaba ir. Sonrió. Todavía podía recordar la canción que estaba sonando, y cómo Bernard la tarareaba ante los comentarios jocosos de ella. Desde fuera, pensó, parecían felices. Quizá lo fueran. Deseó poder congelar el tiempo para, una vez más, saborear su risa y oler su perfume, siempre el mismo.
Como por inercia se dirigió a la estantería de la sala de estar y cogió un libro. Se armó de valor y lo abrió mientras notaba subir el ritmo de sus pulsaciones. Página doce: una fotografía, doblada, pendía de un clip. La desdobló. Todo el departamento sonreía en ella, ajeno a las manos que, tras un leve roce, se entrelazaron y quedaron ocultas tras la falda de Ivana. Entonces se abrió la veda: un montón de imágenes comenzaron a pasar por su cabeza a toda velocidad, como si alguien hubiese pulsado la tecla fast-forward en su memoria. Ivana respiró hondo. La angustia de, por primera vez, reconocer lo que era su tormento le oprimía el pecho. Sentada en el brazo del sillón y mirando de nuevo a las sombras serpenteantes de la pared las palabras de una canción «Fuimos, somos, seremos nada» retumbaron en su cabeza en toda su crueldad, al tiempo que una lágrima díscola reptaba hasta su barbilla y se zambullía en la moqueta, dejando una vaga estela que lo sumió todo en un penoso silencio.