25 de mayo.
Algo más tarde de las 22.30 horas.
Teatro Lara.
El teatro decimonónico se vistió para la cita con tonos rojizos, acordes a la imagen de la cerveza que patrocinaba el concierto. Como rojos eran también los terciopelos de las butacas y la moqueta. Y doradas las decoraciones de las molduras y apliques. Había algo misterioso en el ambiente.
Entra en escena el británico Duke Garwood como telonero. Camina con actitud calmada y silenciosa hasta el centro del escenario mientras es recibido con aplausos comedidos. Empieza el trance hipnótico y sonoro de sus melodías y su voz. Muchas imágenes sugieren sus acordes. Mirando al techo del teatro, decorado a la manera de los teatros italianos, el único punto tímidamente iluminado de la sala, incita a detenerse en los detalles de las pinturas alegóricas que lo decoran, mientras la música evoca amor y desamor, desiertos áridos y calurosos, arena que pincha la piel suavemente, carreteras solitarias y melancolía. Con la misma elegancia y tranquilidad, Duke hace mutis una vez terminado su repertorio y abandona el escenario, aplaudido por el público. La oscuridad en la que estaba envuelto el teatro se torna bruscamente en luz, con la sorpresa generalizada de la gente al despertar del trance de forma tan repentina.
Tras unos minutos de pausa, el teatro al completo, con lleno absoluto, se prepara para recibir a Mark Lanegan, solista y parte integrante a lo largo de su carrera de Screaming Trees, Soulsavers, QOTSA o Isobel Campbell entre otros. El artista sale de bambalinas siguiendo al resto del grupo, con su actitud habitual: serio (algunos le califican como arisco), vestido sobriamente con pantalón y chaqueta vaqueros de tono oscuro a juego con la camisa, la mano izquierda tatuada en el micrófono, el brazo derecho inmóvil cayendo junto a su cadera y algún que otro tic. Cuando cambia de postura, sujeta el micro con ambas manos, mostrando los tatuajes de estrellas y círculos que cubren sus dedos. Y su voz, siempre envolvente, áspera como una lija pero suave a la vez, llena de matices, que seduce los sentidos de todos los asistentes. Es como un sonido cavernoso que cala hondo y penetra en los oídos profundamente sin darte a penas cuenta ni poder resistirte. Nuevo trance sonoro e hipnótico, acompañado de su grupo (bajista, guitarristas, uno de ellos el mismo Duke Garwood, con el que Lanegan grabó el disco “Black Pudding” en 2013. Todos de oscuro, con actitud similar, como camaradas serios y entregados a la música que son). Las canciones se suceden unas a otras sin apenas pausa, salpicadas de ovaciones y breves «Thank U» o «Gracias», junto a algún que otro tímido piropo en español del público (¡guapo! se llega a oír desde un palco). Última canción de despedida sin segunda guitarra ni bajo, con lucimiento del carismático guitarrista principal que despidió la velada con una instantánea hecha con su réflex al público y la indicación del baño de masas posterior de Lanegan en el hall del teatro. Vuelta al silencio, a la luz cegadora y al despertar del trance oscuro y sonoro. Quizá el fantasma que se dice que tiene el teatro les acompañó en los coros en algún momento…
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IMAGEN: oscuridad del escenario, luces y resplandores rojos, las pinturas alegóricas de la cúpula levemente iluminadas en la oscuridad.
SONIDO: rasgar de guitarras y bajo; melancolía de las composiciones interpretadas con voces de suave aspereza, penetrantes, que duelen y calman a la vez.
OLOR: moqueta y madera.
SABOR: la cerveza de cierta marca, patrocinadora del concierto.
TACTO: la suavidad del terciopelo de los asientos y reposabrazos del Gallinero, también llamado Paraíso del teatro, quizá por estar lo más cerca posible del «cielo».