LIBRO QUE NO ME REGALARON UN 23 DE ABRIL

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Hace muchos muchos años hubo un Día del Libro. No me regalaron nada porque en mi casa no era costumbre celebrar ese Día; incluso me atrevería a decir que no tenía ningún conocimiento de que el 23 de abril estaba consagrado a honrar a los libros. Si recuerdo la fecha concreta en que sucedió lo que voy a contar es porque el 23 de abril es el día de San Jorge, y San Jorge es el patrón de mi ciudad, con todo el jolgorio y celebraciones aparejadas.

Es, por tanto, 23 de abril de un año que no recuerdo. Camino con despreocupación infantil hacia algún lugar. De repente veo que sobre un banco hay un libro solitario. La curiosidad me lleva a sentarme en el banco con el propósito de descubrir si el libro es de alguien que anda por allí cerca o está olvidado. Disimulo y me voy acercando despacio hacia el lado del banco en que está el libro. «Balada de Caín. Manuel Vicent».  Lo cojo, nadie se acerca, nadie me dice nada, no es de nadie… es mío.  Me levanto del banco y salgo corriendo con el libro entre las manos.

Recuerdo que me pareció como si hubiera encontrado un tesoro y que en cuanto llegué a casa comencé a leerlo. A lo largo de días le puse mucho empeño, pero fui incapaz. Me resultaba extraño, atrayente… pero no entendía nada. El libro quedó cogiendo polvo en algún lugar de mi casa, inconcluso.

Mucho tiempo después el azar o la nostalgia, o ambos, me llevaron a recuperarlo de aquel destierro en que había quedado confinado. Ya no era un niño, así que la lectura cobró nuevas dimensiones. No podía despegarme de sus páginas llenas de jazz y de imágenes y metáforas impactantes que invitan a reflexionar; de ese hilo narrativo que te lleva del Oriente Medio del Génesis al Nueva York de mediados del siglo XX, sin transición, de forma simultánea incluso. No es un libro fácil de leer, es cierto: exige un esfuerzo, una total implicación sensitiva y reflexiva por parte del lector… ¿no son esos los mejores libros?

Y ahí andaba, inmerso en esa renovada e intensa lectura, cuando un día, de forma inexplicable, lo dejé olvidado en un asiento de un autobús urbano. Me percaté de ello unos momentos después de haber bajado, pero ya fue tarde. El autobús ya había cerrado sus puertas y se alejaba de mi sin remedio. De la misma manera fortuita en que llegó a mi vida, desapareció de ella. De nuevo, la lectura quedó a medias. Tal vez sea un libro viajero y busca otro poseedor, pensé entonces; acabó el tiempo que tenía que pasar conmigo y daba comienzo el tiempo de la persona que lo encontrara sobre el asiento del autobús. Durante muchos años me pregunté quién habría sido el nuevo poseedor de ese Balada de Caín, si lo habría leído, si le habría gustado tanto como a mí me estaba gustando, si lo habría regalado a alguien… me preguntaba en qué lugar del mundo habría acabado aquel Balada de Caín.

No hace mucho, encontré por internet, en una librería de viejo, un ejemplar del libro en la misma edición que yo perdí, una edición ya descatalogada. No dudé ni un instante, lo compré. Parece recién salido de aquel lejano 23 de abril. Está en una de mis estanterías, entre una vieja publicación de París en el siglo XX, de Julio Verne, y un pequeño ensayo novelado de Vila-Matas, Perder teorías. Aún no he comenzado a leerlo por tercera vez. Me pregunto si será exactamente aquel mismo libro rescatado del banco, olvidado en el autobús… me gusta pensar que sí.

 

Miguel Ángel Casasola

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